lunes, 23 de agosto de 2010

Paraíso

Un soplo de viento, sutil, tímido. Una pequeña brisa apenas perceptible. Un susurro tenaz, débil, que intenta hacer danzar las copas de los árboles, con movimientos gráciles y perfectamente coordinados; que intenta alzar los pétalos de flores, las plumas en el aire, arremolinándose con una belleza irrepetible y cautivadora.
El murmullo seco del viento transcurrir entre las hojas casi parece una canción, como si te acunaran con una melodía desconocida, anónima. Y tú te dejas llevar, cierras los ojos, escuchando algo de lo cual no tienes idea como ha de acabar. Si es que tiene un final.
El constante choque del agua contra sí misma, en aquél pequeño arroyo, debajo de la colina, sólo ayuda a conciliar esa idea de tranquilidad, de paz. Sí, ya que, en un sitio imaginario, en tu sitio, puedes tener lo que quieras. La paz es prácticamente un chiste, una palabra sin significado en el mundo donde acostumbras habitar.
Aquí, puedes saborear cada instante sin miedo a que te lo arrebaten, puedes notar cómo el aire despeina tus cabellos y revitaliza una parte de tu alma que creías muerta.
Una parte negra, oscura, encerrada en un rincón del alma, guardada en lo más profundo de un cajón. Allí, estéril; sin vida, el espíritu desamparado busca un lugar donde renacer y andar a sus anchas.
Y, como el alma es una extensión de ti, tú también lo buscas. ¿O me equivoco?

Un parpadeo, un abrir y cerrar de ojos cruel y nefasto, una condena.
Lo notas al ver los cambios, cambios tan simples, tan perfectamente evidentes que la diferencia se hace grotesca. El firmamento color azul claro, las nubes esponjadas, la perfecta luz que daba calor a tu cuerpo es reemplazada por nubarrones grisáceos, los que anuncian las tormentas. La lumbre solar es cubierta, sin remedio alguno, por los altos edificios de concreto, oscuros e imponentes.
Los murmullos apenas notorios se deforman, pierden su tono hasta volverse un barullo descontrolado, donde se mezclan armónicamente bocinas de automóviles, pasos, tacones golpeando el pavimento, gritos, reproches, llanto. Gente enojada, gente deprimida. Gente.
No entiendes, no reaccionas, cómo luego de haber experimentado el paraíso, luego de haber tocado la paz con las yemas de los dedos podrías volver al sitio de donde has venido. Tal vez porque allí perteneces, tal vez no, ignoras la respuesta.
Las gotas de lluvia comienzan a caerte encima, sin refugio, sin escapatoria, tomas asiento en la calle, como cada día.
Y cierras los ojos, por supuesto, ¿Qué otra escapatoria podría haber? Intentando vislumbrar, intentando tener aunque sea una cuarta parte de aquél pequeño pedazo de Edén que has construido, egoístamente, sólo para ti, para tus ojos, para tu subconsciente.
Porque, admitámoslo, si tuvieras un sueño así… ¿Querrías abrir los ojos?