jueves, 31 de diciembre de 2009

Irrealidad.

Luna llena, estrellas desparramadas en el interminable y sombrío firmamento, alumbrándolo con su luz propia. Participando, siendo testigos de los miles y miles de hechos que se forman en la imperfecta Tierra, sin tener noción alguna de la admiración y curiosidad que lograban causar en los corazones de las insignificantes personas, allá abajo.

Sólo eso se ve, el cielo, ámbito nocturno, desde los vidrios empañados en las ventanas de aquél destartalado hospital. Un solo hombre las observa, ausente, ido. Mirando sin mirar. Perdiendo su alma en ése montón de puntos blancos, enredándola entre ellas, abandonándola allí, entre lo alto. Tal vez ahí olvide los dolores vividos en aquél repugnante mundo, tal vez en las profundidades del infinito, más allá de lo que los incrédulos ojos humanos pueden llegar a ver, más lejos de lo conocido.

Ahí no podía existir sufrimiento. Allí encontraría lo que él quería. Paz, armonía, vaciar ese peso muerto de sus hombros, ignorar esa respiración, débil, contada, pulso por pulso, por aquél desesperante pitido metálico. Contando la vida de aquella mujer, cada latido, como si fuera el último, con un ritmo monótono y predecible. Una y otra, y otra, y otra vez...desvaneciéndose lentamente.

Con su piel blanca como la nieve, pálida, el rostro delgado y consumido, mejillas hundidas donde alguna vez había existido un tímido rubor rosado. Sus brazos, tendidos a cada lado de su cuerpo, delineando su silueta con trazos frágiles, como un espejismo, un atisbo, una minúscula parte de la vida que alguna vez hubo en sus expresiones, en sus ágiles movimientos, en sus ojos brillantes, que alguna vez habían mantenido su mirada con entusiasmo, hipnotizándolo, volviéndolo adicto.

Y ahora ahí, camuflándose con la tétrica blancura de las paredes, sábanas y suelo, inclusive. Que resaltaban aun más ante el enorme lienzo negro que él observaba por el cristal. Lo invade la angustia, la melancolía. Si ella se va, se iría la luz del mundo, quedando en tinieblas, abandonado, vacío. Un sitio donde no valía la pena vivir.

Y él encuentra consuelo en las estrellas, extrañamente, porque ellas saben mentir. Ellas pueden asegurarle que todo estará bien. Pueden afirmarle ella abriría los ojos, y le sonreiría, radiante, cegando el sol, derritiendo el mundo. Y lo peor, él lo creería, arrastrándose a sí mismo en esa inconciencia maravillosa e irreal, donde nada había cambiado, donde su amada jamás tuvo un encuentro cercano con la oscura y fría muerte.

Silencio, un largo, extenso, nervioso y desesperante silencio, tan denso que cortaba el aire, que lo volvía sólido, imposible para viajar hasta sus pulmones. Un pitido más, proveniente de aquella máquina, pero esta vez era diferente...Constante, sin pausas, un interminable sonido que lo dejaba con el amargo sabor de la tragedia en su boca, la desilusión, el hecho físico de lo que ya se esperaba, de sus propias y negativas expectativas. Y ella está inmóvil, su pecho ya no asciende y desciende con esa calma débil. No, ya no existe movimiento alguno.

Él cierra los ojos, con fuerza, desesperado, escapando de aquella realidad. Escapando de ese mundo en el que no quería vivir. Ya no había nada, no existían propósitos, aquél mundo había quedado desierto.

Y los paramédicos llegaron, con pasos apresurados y manos nerviosas, controlando el pulso de la mujer, antes de bajar la mirada, con decepción. Pero él ya no está ahí, él observa, analítico, sin sentimientos, cómo ése mínimo punto de ése planeta distante en ésa parte del universo deja de respirar.

Él sólo mira, desde lo alto, lo infinito, lo inimaginable...cómo ése otro punto, esa pequeña persona, cerca del cuerpo muerto se destroza, partiéndose en dos...

Inexistencia.

Gritos, llantos, jadeos, nerviosismo. Frío, miedo, parálisis temporal, músculos inmóviles, gritos de nuevo, más fuertes…
Terror alojado en mitad del pecho: fuertes temblores, sacudidas, oscuridad, malos augurios.
Un gemido ahogado, débil, insignificante en comparación con los alaridos horrorizados que se habían oído hace apenas un par de instantes.
Golpe seco, duro. Peso muerto quebrando el suelo, cortando el aire como un cuchillo al caer. Sangre fresca, pura, nueva. Cubriendo cielo y tierra, mar y nubes. Salpicando las estrellas, la luna, para iluminar el mundo con aquel tono rojo oscuro.
Tétrico, fascinante, morboso, hipnotizante. El cuerpo inerte desplomado, sin vida o voluntad. Como un simple títere al que le han cortado los hilos.

Pánico, horror en el aire, augurio de muerte una vez mas, ninguna escapatoria.
Pasos, paranoia, persecución, pasos más rápidos, trote, trote desesperado, trote escalofriante.
Segundos contados, existencia contada, persecución, el cazador gana, la presa se debilita.
Segundos contados. Dolor punzante en el cuello, caída al suelo, perdida de esperanza.
Segundos contados: Agonía, resignación, perdida de conciencia…
Segundos contados: Oscuridad, silencio, aunque el dolor aun no desaparece.
Ultimo segundo a contar: Penumbra, inconciencia, ceguera, sordera...
Inexistencia.

(Dedicado a mi hermana Castiel, la única persona que puede obligarte a encontrar inspiración en un salón de clases.)