miércoles, 24 de febrero de 2010

La carretera.

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La carretera, calles estampadas de recuerdos débiles; de pasado, de melancolía. Lo que pudo ser y nunca fue.
Él acelera, consternado, y frunce los labios en una clara mueca de rabia contenida. El motor ruge, obedeciendo su orden, aumentando la velocidad y arrasando a través del mundo exterior.
Después de todo, sólo eran incomprensibles manchas de colores, pasando a su alrededor, sin contener sentido alguno.
Echa una mirada, de reojo, al asiento del acompañante, murmurando maldiciones entre dientes.
Ella dormía, no muy profundamente, su pecho ascendía y descendía en respiraciones agitadas, en movimientos a la mitad de un sueño anónimo, desconocido.
Y él frunce el ceño. Ella, que lo había acompañado en aquel cálido y pacífico viaje en auto. ¿Para qué? ¿Para criticar cada aspecto de su vida? ¿Para humillarlo cruelmente bajo la mascara de la frágil escusa del amor? ¿Para destrozar su corazón en mil pedasos?
¿Para qué…?
Pisa el acelerador con cólera, oprimiéndolo fuertemente, y la aguja que medía su velocidad tiembla, inestable, subiendo cada vez más. Las estridentes bocinas de los demás autos se hacen presentes…
"Más rápido, más rápido."
La indiferencia insoportable, las quejas, las excusas…
"Acelera… ¡acelera!"
Falsedad, mentiras, falsas promesas de cariño. Falso romance…

El motor tose, agonizando, por estar haciendo más esfuerzo del que realmente puede, y un denso humo grisáceo brota sutilmente, sin ser notado por el encandilado conductor.
Él grita, maldice, toca la bocina y acelera. Ignora el humo, grita aún más fuerte, la mira a ella, gruñe, acelera…
Y otro auto lo roza, de un momento a otro, el volante se escapa de sus nerviosas manos y la oscuridad domina su vista. Un árbol parecía alzarse en el camino, de la nada, creciendo en segundos, alimentado por la penumbra. Y ése simple objeto finaliza el fúrico transcurso, acaba con el auto.
Mas no con el humo…

Él se desespera, mirando a su alrededor, intentando vislumbrar un mínimo detalle que lo haga sentir seguro de nuevo, orientado. Siente un dolor, un dolor agudo y penetrante, en algún punto de su pierna derecha.
Ella continúa inconciente, aunque él juraría oír su grito en el momento de la colisión.
Un espeso hilo de sangre, goteante y fresca, descendía de la ceja de aquella mujer, resaltando la blancura nívea de su piel.
Y él reflexiona, sí, debe reflexionar. Sabe que el tiempo esta marcado a cuentagotas, que todo acabará, pero aún no puede bajar los brazos, no mientras aun haya un mínimo tiempo, una posible escapatoria.
Él la observa, jadeante y agitado, con el terror del tiempo desvaneciéndose representado en fuertes temblores que recorren su ser.
La falsedad de su relación vuelve a su cabeza, pero esta vez es una diminuta voz en el vacío, casi inexistente. Otro tipo de pensamientos toman mayor importancia; recuerdos, melancolía, romance
En todo romance hay fuego, guerras constantes cuyas bombas dejan en pedazos a los guerreros, volviéndose cenizas.
En todo romance hay desgano, desilusión, perdida de esperanza y entusiasmo; paulatino a conocer los defectos de aquella persona.
Sin embargo, aquellas cenizas se estaban restableciendo, rememorando buenos momentos. Y él lo nota, por fin se da cuenta, que ésa vida, débil e indefensa, no merece ser retirada del mundo, no todavía...
Él se estira, como puede, soltando débiles quejidos por su pierna inerte. El humo no le permite respirar, y el peso de ella se siente mínimo entre sus brazos, pluma, como una frágil muñeca de cristal.
La puerta se abre y ella cae al suelo, con su ayuda. Exterior, libertad…
Él intenta mover su pierna, el humo cada vez es más denso, amenazando el peligro inminente.
Intenta moverse, con todas sus fuerzas, para poder seguir a su amada hacia la seguridad del exterior. Mas sólo recibe dolor, dolor fuerte, atrapado en su coche sin poder ver la luz de la luna, sin tener una segunda oportunidad...
Un fuerte estallido (acabando con aquella macabra cuenta regresiva) se hace oír al instante. Lenguas de fuego rodean el automóvil, oprimiéndolo con fuerza, calor sofocante, y nadie a quién rogar ayuda.
En todo romance, hay un momento donde uno da la vida por el otro.

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Ella despierta, horas después, confundida y mareada, sin distinguir el mundo a su alrededor.
Se extraña al verse recostada placidamente en una camilla blanca, y más aún, cuando unos hombres uniformados (con los rostros visiblemente ennegrecidos y expresiones incómodas, apenadas) le traen un jarrón con cenizas.
Ella grita, indignada, reclama. Asegura que él salió a su lado antes de la explosión. Está segura, ¡Él no ha muerto!
Mas las pruebas parecen irrefutables, y la ligera y casi imperceptible quemadura rosada que tiene a lo largo de su brazo (donde al parecer el brazo de su amante se había apoyado para ayudarla a salir) demuestra su error.
Y no hay nada que hacer, la impotencia se hace presente en su sistema, antes del inevitable luto, de la tristeza y la desesperación, que el abatimiento y la desolación, que cualquier otra cosa...
Sólo puede aferrarse a ese frío jarro grisáceo, donde reposaban los restos de una vida, un alma y miles de latidos de un corazón.
Lágrimas rebeldes resbalan por su rostro, como alguna vez había resbalado la sangre. Pero ya no las siente.
En todo romance, hay un momento donde uno da la vida por el otro… y aquél no era la excepción.
(Gracias a mi hermana Castiel y a Ivi, que sin las dos esto no se publicaba.)

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