domingo, 18 de julio de 2010

Horizonte

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De vez en cuando, basta con mirar hacia el horizonte. Porque claro, hay momentos en que las miserias del universo pueden rodearte, escogiéndote de eje central. El mundo entero puede caerse en tus hombros, doblegándote sobre tus rodillas y obligándote a perecer lentamente, sufriendo por la propia impotencia, por no encontrar una solución a los conflictos que se presentan.
Las lágrimas y la sangre caen a borbotones, y parece que no hay nada que logre evitarlo. Y sí, esos momentos suelen ser muy frecuentes. Sin embargo, el equilibrio menos esperado puede llegar en los peores instantes, en los más desesperantes. El equilibrio entre lo correcto y lo incorrecto, el sufrimiento y la felicidad, la luz y la oscuridad.
A veces, hay que omitir la oscuridad, dejarla atrás, y abrir los ojos, para poder vislumbrar el haz de luz. El horizonte.

A veces, con sólo tomar su mano, con sólo ver sus ojos, lo encuentras a la perfección. Y entonces, cada dilema disminuye en su tamaño hasta volverse completamente insignificante. Los defectos existen, claro, pero su relevancia es tal que hasta parece tratarse de un chiste, de una broma vulgar.
Con la calidez de una caricia, la expresividad de una palabra, el significado de un momento…la oscuridad desaparece de tus retinas, volviéndose un vago recuerdo, un retazo intrascendente de algo que remotamente has visto alguna vez en tu vida.
Tocar la felicidad con las yemas de los dedos es algo que se logra en contadas ocasiones, sin embargo, cuando ocurre, se tiende a disfrutarla, a gozarla más que cualquier otro instante, porque escapa con la facilidad de arena entre tus manos.
A veces, con una presencia, con el simple hecho de sentirla cerca, con el gozo surrealista que puede proporcionar un gesto, una sonrisa; las tinieblas pierden su encanto, su protagonismo…dando lugar al horizonte.

(Dedicada a la única persona lo suficientemente demente como para amarme. Ojala nunca encuentres la cordura.)

Solsticio

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Los lagos congelados residían, inmutables, como un helado espejo, de aquellos que te enseñan lo más profundo de tu alma. Tan puro, tan irrefutable y tan sincero que te enseña detalles en ti mismo que tal vez nunca notaste. Buenos y malos, luz y oscuridad, acorde a la verdad de uno mismo, una verdad que a veces no es grata de ver. Una verdad que en ocasiones es mejor ahogar en la oscuridad del subconsciente, intentando olvidar, intentando ignorar…

En vano.

El ambiente era tan frío que la joven podía ver su propio aliento escapando sutilmente por su boca entre abierta. Sus labios inmutables ocultaban palabras congeladas, guardaban miles y miles de disculpas, tantas cosas que jamás pudo decirle en sus momentos de vida, tantos arrepentimientos, estancados a mitad de su garganta, los cuales jamás verían la luz…

Con las manos escondidas en un par de guantes gruesos, observaba, como ausente, autómata, el agua congelada de un viejo cristal, en el cual ella misma se reflejaba.

Tez pálida, aún más que esos finos copos de nieve, que caían a su alrededor. Sus ojos, cansados y opacos, no demostraban expresión alguna, no daba una leve pista, una señal de su alma por parte de su mirada. Como si no tuviera espíritu, como si algo la hubiera vaciado

Como si alguien la hubiera vaciado.

Y el tiempo corría a su alrededor, los segundos perecían normalmente, siguiendo el orden natural de las cosas, lo deseado, lo esperado…

Era aquella chica, aquella triste y solitaria persona quien se había detenido en el tiempo. Por más que las manecillas del reloj avanzaran, por más que los días pasaran y las estaciones se marchitaran, ella permanecía en un espacio atemporal. Ése momento en el que él estaba con vida, cuando podía sentir sus dedos cálidos entrelazarse con los suyos, y aumentar los latidos de su corazón…Ahí permanecía.

Y, por un segundo, parecía que la blanca escarcha acumulada en el suelo se teñía de rojo por el crimen de su muerte. Casi podía sentir las gotas de sangre caer de los árboles, en un sonido fuerte, desesperante.

Casi podía sentir cómo su alma se desgarraba, dejando libre todas las lágrimas, la sangre y los gritos. Toda la injusticia del destino por haberlo quitado de su lado. Por no poder acompañarlo…

Y sí, casi podía sentir su cuerpo congelado caer inerte al suelo, como una frágil muñeca de cristal, partiéndose en pedazos, pereciendo en el piso. El último lugar que toca un cuerpo antes de dejar de respirar. El último lugar que él habría tocado…

Y sí, el dolor era paralizante e insoportable. Pero era real, más real que sus recuerdos, más real que su anhelo incesante por volver a sentir su perfume al rodearlo entre sus brazos.

El dolor era despiadado, pero a la vez compasivo. Intentaba ayudarle a abrir los ojos. Decirle que podía vivir con eso y aunque su alma estuviera rota, el padre tiempo la repararía. Con sufrimiento, con pena, y melancolía. Sí, pero la repararía.

No era justo, no era fácil. Pero era real.

Tan real como los copos de nieve, que danzaban de forma grácil en el aire antes de caer en la nieve, reuniéndose con sus compañeros. Tan real como las brisas de gélido viento invernal golpeando en sus facciones.

Tan real como el orden natural de las cosas; la nieve caía, el tiempo corría y ella lo superaría.

Y el viento acariciando delicadamente la piel de su rostro (obligándola a cerrar sus ojos para sentir su aliento en el aire gélido, para recordar sus labios suaves encontrar los suyos, atrapándolos) era una prueba concisa de ello.

Y sí, su corazón estaba desgarrado, y a veces tenía sus serias dudas de que siguiera latiendo, a veces creía que ya no estaba en la Tierra, que había muerto también, que había intentado seguir a su amado para perderse a mitad de camino. Sin ser nada, sin sentir nada, vivir muriendo.

Sí, ella lo creía así. Pero, poco a poco, descendía a la realidad, y cuando su alma bajara desde lo alto, resignándose a dejarlo ir, cuando por fin se acostumbre al orden natural de las cosas…tal vez su alma volvería a su cuerpo, tal vez los latidos alegres y ávidos de su corazón vuelvan a oírse, tal vez vuelva a la vida. Porque él lo quería así.

(Dedicado, nuevamente, a mi hermana Castiel. Sus dedos de lady fueron los que publicaron esta vez.)