domingo, 18 de julio de 2010

Solsticio

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Los lagos congelados residían, inmutables, como un helado espejo, de aquellos que te enseñan lo más profundo de tu alma. Tan puro, tan irrefutable y tan sincero que te enseña detalles en ti mismo que tal vez nunca notaste. Buenos y malos, luz y oscuridad, acorde a la verdad de uno mismo, una verdad que a veces no es grata de ver. Una verdad que en ocasiones es mejor ahogar en la oscuridad del subconsciente, intentando olvidar, intentando ignorar…

En vano.

El ambiente era tan frío que la joven podía ver su propio aliento escapando sutilmente por su boca entre abierta. Sus labios inmutables ocultaban palabras congeladas, guardaban miles y miles de disculpas, tantas cosas que jamás pudo decirle en sus momentos de vida, tantos arrepentimientos, estancados a mitad de su garganta, los cuales jamás verían la luz…

Con las manos escondidas en un par de guantes gruesos, observaba, como ausente, autómata, el agua congelada de un viejo cristal, en el cual ella misma se reflejaba.

Tez pálida, aún más que esos finos copos de nieve, que caían a su alrededor. Sus ojos, cansados y opacos, no demostraban expresión alguna, no daba una leve pista, una señal de su alma por parte de su mirada. Como si no tuviera espíritu, como si algo la hubiera vaciado

Como si alguien la hubiera vaciado.

Y el tiempo corría a su alrededor, los segundos perecían normalmente, siguiendo el orden natural de las cosas, lo deseado, lo esperado…

Era aquella chica, aquella triste y solitaria persona quien se había detenido en el tiempo. Por más que las manecillas del reloj avanzaran, por más que los días pasaran y las estaciones se marchitaran, ella permanecía en un espacio atemporal. Ése momento en el que él estaba con vida, cuando podía sentir sus dedos cálidos entrelazarse con los suyos, y aumentar los latidos de su corazón…Ahí permanecía.

Y, por un segundo, parecía que la blanca escarcha acumulada en el suelo se teñía de rojo por el crimen de su muerte. Casi podía sentir las gotas de sangre caer de los árboles, en un sonido fuerte, desesperante.

Casi podía sentir cómo su alma se desgarraba, dejando libre todas las lágrimas, la sangre y los gritos. Toda la injusticia del destino por haberlo quitado de su lado. Por no poder acompañarlo…

Y sí, casi podía sentir su cuerpo congelado caer inerte al suelo, como una frágil muñeca de cristal, partiéndose en pedazos, pereciendo en el piso. El último lugar que toca un cuerpo antes de dejar de respirar. El último lugar que él habría tocado…

Y sí, el dolor era paralizante e insoportable. Pero era real, más real que sus recuerdos, más real que su anhelo incesante por volver a sentir su perfume al rodearlo entre sus brazos.

El dolor era despiadado, pero a la vez compasivo. Intentaba ayudarle a abrir los ojos. Decirle que podía vivir con eso y aunque su alma estuviera rota, el padre tiempo la repararía. Con sufrimiento, con pena, y melancolía. Sí, pero la repararía.

No era justo, no era fácil. Pero era real.

Tan real como los copos de nieve, que danzaban de forma grácil en el aire antes de caer en la nieve, reuniéndose con sus compañeros. Tan real como las brisas de gélido viento invernal golpeando en sus facciones.

Tan real como el orden natural de las cosas; la nieve caía, el tiempo corría y ella lo superaría.

Y el viento acariciando delicadamente la piel de su rostro (obligándola a cerrar sus ojos para sentir su aliento en el aire gélido, para recordar sus labios suaves encontrar los suyos, atrapándolos) era una prueba concisa de ello.

Y sí, su corazón estaba desgarrado, y a veces tenía sus serias dudas de que siguiera latiendo, a veces creía que ya no estaba en la Tierra, que había muerto también, que había intentado seguir a su amado para perderse a mitad de camino. Sin ser nada, sin sentir nada, vivir muriendo.

Sí, ella lo creía así. Pero, poco a poco, descendía a la realidad, y cuando su alma bajara desde lo alto, resignándose a dejarlo ir, cuando por fin se acostumbre al orden natural de las cosas…tal vez su alma volvería a su cuerpo, tal vez los latidos alegres y ávidos de su corazón vuelvan a oírse, tal vez vuelva a la vida. Porque él lo quería así.

(Dedicado, nuevamente, a mi hermana Castiel. Sus dedos de lady fueron los que publicaron esta vez.)

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