jueves, 16 de septiembre de 2010

Mientras dormías

Y tú seguías durmiendo, en medio de ese silencio tan inquietnte, tan profundo y asfixiante, construído lentamente por la desesperación y la continua desesperanza, ese fuego en el alma que perece por cada débil latido que pronuncia tu corazón.
Mientras dormías no se oía un sonido, ya que estabamos solos, y esa calma aparente sólo se veía interrumpida por el sonido nervioso de mi respiración. La tuya, por el contrario, apenas puede oírse, y las cadenas que oprimen mi pecho lo hacen cada vez más fuerte, invadiendo el miedo. Exhalaciones inaudibles no son una buena señal.
Sin embargo, querida, puedo asegurarte que; mientras dormías, no solté tu mano ni por un instante. Aferrándola con suavidad, acercándola a mi rostro, por ingenuidad, por las ilusiones estúpidas.
Por creer que, tal vez, el calor de mi cuerpo de recordara la realidad, aún por debajo de aquellos párpados cerrados. Tal vez, los recuerdos evoquen tu mente y puedan empujarte, darte un motivo para despertar, para permitirme ver tus ojos.
Al contrario, fuiste egoista, guardando la belleza de tus orbes sólo para ti misma, y las cadenas aun me asfixiaban, notoriamente, la resignación no era una opción.

Nunca te enteraste, querida mía, pero aquellos hombres vestidos de blanco llegaron, mientras dormías, un tono sombrío cubría sus expresiones. Quebraron mis esperanzas, con el filo de sus lenguas y el veneno de sus palabras, reduciéndome a cenizas. No pasarías de esa noche.
Ignorando las lágrimas calientes que quemaban mi rostro, de nuevo, estreché tu mano contra la mía, ambas, con toda la fuerza de la que fui capaz. Al mirar con cuidado, noté que estaba temblando.
Tú jamás supiste nada de ello, ignorante de los pronósticos médicos y del duelo premeditado, que aun no llegaba pero, amenazante, se cernía sobre tu cabeza.
En realidad lo agradezco, ¿Cómo no hacerlo? . Agradezco tu inconciente, tu sueño que te mantenía apartada de esa realidad tan terrible.
Lo recuerdo perfectamente, amada mía, cómo tu tacto se volvió gélido debajo del mío, cómo lentamente, tus delicadas manos de ángel dejaron de aferrar las mías, abandonándome, dejándome solo.

Y tú seguías durmiendo, imperturbable, sin notar cómo tus latidos se habían vuelto inexistentes. Te has ido a ese profundo sueño al cual entraste tan cómodamente, nunca existió la muerte en tu existencia, sólo una neblina somnolienta que te cubriría para siempre. Y yo sólo puedo cerrar los ojos, querida, y permanecer a tu lado, seguir junto a ti como he prometido. Intentando acompañarte, mientras dormías.

lunes, 23 de agosto de 2010

Paraíso

Un soplo de viento, sutil, tímido. Una pequeña brisa apenas perceptible. Un susurro tenaz, débil, que intenta hacer danzar las copas de los árboles, con movimientos gráciles y perfectamente coordinados; que intenta alzar los pétalos de flores, las plumas en el aire, arremolinándose con una belleza irrepetible y cautivadora.
El murmullo seco del viento transcurrir entre las hojas casi parece una canción, como si te acunaran con una melodía desconocida, anónima. Y tú te dejas llevar, cierras los ojos, escuchando algo de lo cual no tienes idea como ha de acabar. Si es que tiene un final.
El constante choque del agua contra sí misma, en aquél pequeño arroyo, debajo de la colina, sólo ayuda a conciliar esa idea de tranquilidad, de paz. Sí, ya que, en un sitio imaginario, en tu sitio, puedes tener lo que quieras. La paz es prácticamente un chiste, una palabra sin significado en el mundo donde acostumbras habitar.
Aquí, puedes saborear cada instante sin miedo a que te lo arrebaten, puedes notar cómo el aire despeina tus cabellos y revitaliza una parte de tu alma que creías muerta.
Una parte negra, oscura, encerrada en un rincón del alma, guardada en lo más profundo de un cajón. Allí, estéril; sin vida, el espíritu desamparado busca un lugar donde renacer y andar a sus anchas.
Y, como el alma es una extensión de ti, tú también lo buscas. ¿O me equivoco?

Un parpadeo, un abrir y cerrar de ojos cruel y nefasto, una condena.
Lo notas al ver los cambios, cambios tan simples, tan perfectamente evidentes que la diferencia se hace grotesca. El firmamento color azul claro, las nubes esponjadas, la perfecta luz que daba calor a tu cuerpo es reemplazada por nubarrones grisáceos, los que anuncian las tormentas. La lumbre solar es cubierta, sin remedio alguno, por los altos edificios de concreto, oscuros e imponentes.
Los murmullos apenas notorios se deforman, pierden su tono hasta volverse un barullo descontrolado, donde se mezclan armónicamente bocinas de automóviles, pasos, tacones golpeando el pavimento, gritos, reproches, llanto. Gente enojada, gente deprimida. Gente.
No entiendes, no reaccionas, cómo luego de haber experimentado el paraíso, luego de haber tocado la paz con las yemas de los dedos podrías volver al sitio de donde has venido. Tal vez porque allí perteneces, tal vez no, ignoras la respuesta.
Las gotas de lluvia comienzan a caerte encima, sin refugio, sin escapatoria, tomas asiento en la calle, como cada día.
Y cierras los ojos, por supuesto, ¿Qué otra escapatoria podría haber? Intentando vislumbrar, intentando tener aunque sea una cuarta parte de aquél pequeño pedazo de Edén que has construido, egoístamente, sólo para ti, para tus ojos, para tu subconsciente.
Porque, admitámoslo, si tuvieras un sueño así… ¿Querrías abrir los ojos?

domingo, 18 de julio de 2010

Horizonte

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De vez en cuando, basta con mirar hacia el horizonte. Porque claro, hay momentos en que las miserias del universo pueden rodearte, escogiéndote de eje central. El mundo entero puede caerse en tus hombros, doblegándote sobre tus rodillas y obligándote a perecer lentamente, sufriendo por la propia impotencia, por no encontrar una solución a los conflictos que se presentan.
Las lágrimas y la sangre caen a borbotones, y parece que no hay nada que logre evitarlo. Y sí, esos momentos suelen ser muy frecuentes. Sin embargo, el equilibrio menos esperado puede llegar en los peores instantes, en los más desesperantes. El equilibrio entre lo correcto y lo incorrecto, el sufrimiento y la felicidad, la luz y la oscuridad.
A veces, hay que omitir la oscuridad, dejarla atrás, y abrir los ojos, para poder vislumbrar el haz de luz. El horizonte.

A veces, con sólo tomar su mano, con sólo ver sus ojos, lo encuentras a la perfección. Y entonces, cada dilema disminuye en su tamaño hasta volverse completamente insignificante. Los defectos existen, claro, pero su relevancia es tal que hasta parece tratarse de un chiste, de una broma vulgar.
Con la calidez de una caricia, la expresividad de una palabra, el significado de un momento…la oscuridad desaparece de tus retinas, volviéndose un vago recuerdo, un retazo intrascendente de algo que remotamente has visto alguna vez en tu vida.
Tocar la felicidad con las yemas de los dedos es algo que se logra en contadas ocasiones, sin embargo, cuando ocurre, se tiende a disfrutarla, a gozarla más que cualquier otro instante, porque escapa con la facilidad de arena entre tus manos.
A veces, con una presencia, con el simple hecho de sentirla cerca, con el gozo surrealista que puede proporcionar un gesto, una sonrisa; las tinieblas pierden su encanto, su protagonismo…dando lugar al horizonte.

(Dedicada a la única persona lo suficientemente demente como para amarme. Ojala nunca encuentres la cordura.)

Solsticio

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Los lagos congelados residían, inmutables, como un helado espejo, de aquellos que te enseñan lo más profundo de tu alma. Tan puro, tan irrefutable y tan sincero que te enseña detalles en ti mismo que tal vez nunca notaste. Buenos y malos, luz y oscuridad, acorde a la verdad de uno mismo, una verdad que a veces no es grata de ver. Una verdad que en ocasiones es mejor ahogar en la oscuridad del subconsciente, intentando olvidar, intentando ignorar…

En vano.

El ambiente era tan frío que la joven podía ver su propio aliento escapando sutilmente por su boca entre abierta. Sus labios inmutables ocultaban palabras congeladas, guardaban miles y miles de disculpas, tantas cosas que jamás pudo decirle en sus momentos de vida, tantos arrepentimientos, estancados a mitad de su garganta, los cuales jamás verían la luz…

Con las manos escondidas en un par de guantes gruesos, observaba, como ausente, autómata, el agua congelada de un viejo cristal, en el cual ella misma se reflejaba.

Tez pálida, aún más que esos finos copos de nieve, que caían a su alrededor. Sus ojos, cansados y opacos, no demostraban expresión alguna, no daba una leve pista, una señal de su alma por parte de su mirada. Como si no tuviera espíritu, como si algo la hubiera vaciado

Como si alguien la hubiera vaciado.

Y el tiempo corría a su alrededor, los segundos perecían normalmente, siguiendo el orden natural de las cosas, lo deseado, lo esperado…

Era aquella chica, aquella triste y solitaria persona quien se había detenido en el tiempo. Por más que las manecillas del reloj avanzaran, por más que los días pasaran y las estaciones se marchitaran, ella permanecía en un espacio atemporal. Ése momento en el que él estaba con vida, cuando podía sentir sus dedos cálidos entrelazarse con los suyos, y aumentar los latidos de su corazón…Ahí permanecía.

Y, por un segundo, parecía que la blanca escarcha acumulada en el suelo se teñía de rojo por el crimen de su muerte. Casi podía sentir las gotas de sangre caer de los árboles, en un sonido fuerte, desesperante.

Casi podía sentir cómo su alma se desgarraba, dejando libre todas las lágrimas, la sangre y los gritos. Toda la injusticia del destino por haberlo quitado de su lado. Por no poder acompañarlo…

Y sí, casi podía sentir su cuerpo congelado caer inerte al suelo, como una frágil muñeca de cristal, partiéndose en pedazos, pereciendo en el piso. El último lugar que toca un cuerpo antes de dejar de respirar. El último lugar que él habría tocado…

Y sí, el dolor era paralizante e insoportable. Pero era real, más real que sus recuerdos, más real que su anhelo incesante por volver a sentir su perfume al rodearlo entre sus brazos.

El dolor era despiadado, pero a la vez compasivo. Intentaba ayudarle a abrir los ojos. Decirle que podía vivir con eso y aunque su alma estuviera rota, el padre tiempo la repararía. Con sufrimiento, con pena, y melancolía. Sí, pero la repararía.

No era justo, no era fácil. Pero era real.

Tan real como los copos de nieve, que danzaban de forma grácil en el aire antes de caer en la nieve, reuniéndose con sus compañeros. Tan real como las brisas de gélido viento invernal golpeando en sus facciones.

Tan real como el orden natural de las cosas; la nieve caía, el tiempo corría y ella lo superaría.

Y el viento acariciando delicadamente la piel de su rostro (obligándola a cerrar sus ojos para sentir su aliento en el aire gélido, para recordar sus labios suaves encontrar los suyos, atrapándolos) era una prueba concisa de ello.

Y sí, su corazón estaba desgarrado, y a veces tenía sus serias dudas de que siguiera latiendo, a veces creía que ya no estaba en la Tierra, que había muerto también, que había intentado seguir a su amado para perderse a mitad de camino. Sin ser nada, sin sentir nada, vivir muriendo.

Sí, ella lo creía así. Pero, poco a poco, descendía a la realidad, y cuando su alma bajara desde lo alto, resignándose a dejarlo ir, cuando por fin se acostumbre al orden natural de las cosas…tal vez su alma volvería a su cuerpo, tal vez los latidos alegres y ávidos de su corazón vuelvan a oírse, tal vez vuelva a la vida. Porque él lo quería así.

(Dedicado, nuevamente, a mi hermana Castiel. Sus dedos de lady fueron los que publicaron esta vez.)

miércoles, 24 de febrero de 2010

Vampirismo

La luna, grande y espectral. Los astros prominentes y curiosos observan, deleitados, el voluptuoso espectáculo con una sonrisa en su pálido rostro.
Expectantes y ansiosos. Porque un pacto se acabaría aquella noche, porque los carriles de dos vidas, demasiado opuestas como para rozarse, se unen. Compartiendo la maldición y el milagro, la tragedia y el regalo, la vida y la muerte.
Porque las estrellas sabían que, en poco tiempo, una joven flor se marchitaría, desvaneciéndose del frágil y conocido lienzo de la existencia. Sí, la flor moriría, para renacer de entre sus raíces, más fuerte, más sabia, más perfecta…
Dos cuerpos jóvenes, uno deseoso, con sus ojos fieros muy abiertos, producto del ansia y el nerviosismo.
Otro tranquilo, pacifico, una media sonrisa se curvea en sus labios rosados, esperando en armonía lo que tenga que llegar, el inicio del final.
El primero (y, a la vez, el más amenazante) se acerca, con pasos crispados. Y los astros ya no pueden ocultar su entusiasmo. Ya que son los únicos testigos, mudos, de la alianza sangrienta que estaba a punto de llevarse a cabo.
Miran en silencio cómo la criatura avanza a la victima, quien cierra sus ojos, sintiendo su suave y casi imperceptible respiración chocar en su cuello, vibrar sobre su piel, simultáneamente. Y hay tanta decisión en sus movimientos, tal firmeza y confianza, que las constelaciones se sienten atrapadas por una repentina ráfaga de confusión, de duda.

¿Quién era la víctima? ¿Quién la presa? ¿Quién sometía a quien? ¿Cuál de ésos dos puntos mínimos, trazados en el infinito universo era quien dominada al otro? ¿Quién es más débil…?
Un gemido ahogado se escapa de sus labios de la joven, al sentir un par de finas agujas interponerse entre el mundo y su carne, su piel y su vida…
Porque la sangre es más fuerte que el amor, que la belleza, o la fascinación. La sangre es la necesidad, el impulso, los instintos, y han ganado satisfactoriamente.
Su corazón deja de latir, sus parpados no se levantan. Tendida entre los brazos de su tétrico amante, como una muñeca; débil, delicada. Un títere sin hilos, en las manos de su creador.
Y las estrellas se asustan, se espantan, porque sus expectativas no fueron cumplidas. Se indignan, y quieren desaparecer.

Mas la noche no puede acabar. No, aún no.
Aún no porque sus ojos se abren, gloriosos y desorientados, recibiendo su nueva vida con los brazos abiertos… y esboza una sonrisa pequeña, ladeada, sin siquiera darse cuenta de ello.
Porque todo acaba de empezar….


(Gracias a mi hermana Castiel y a Ivi, que sin las dos esto no se publicaba.)

La carretera.

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La carretera, calles estampadas de recuerdos débiles; de pasado, de melancolía. Lo que pudo ser y nunca fue.
Él acelera, consternado, y frunce los labios en una clara mueca de rabia contenida. El motor ruge, obedeciendo su orden, aumentando la velocidad y arrasando a través del mundo exterior.
Después de todo, sólo eran incomprensibles manchas de colores, pasando a su alrededor, sin contener sentido alguno.
Echa una mirada, de reojo, al asiento del acompañante, murmurando maldiciones entre dientes.
Ella dormía, no muy profundamente, su pecho ascendía y descendía en respiraciones agitadas, en movimientos a la mitad de un sueño anónimo, desconocido.
Y él frunce el ceño. Ella, que lo había acompañado en aquel cálido y pacífico viaje en auto. ¿Para qué? ¿Para criticar cada aspecto de su vida? ¿Para humillarlo cruelmente bajo la mascara de la frágil escusa del amor? ¿Para destrozar su corazón en mil pedasos?
¿Para qué…?
Pisa el acelerador con cólera, oprimiéndolo fuertemente, y la aguja que medía su velocidad tiembla, inestable, subiendo cada vez más. Las estridentes bocinas de los demás autos se hacen presentes…
"Más rápido, más rápido."
La indiferencia insoportable, las quejas, las excusas…
"Acelera… ¡acelera!"
Falsedad, mentiras, falsas promesas de cariño. Falso romance…

El motor tose, agonizando, por estar haciendo más esfuerzo del que realmente puede, y un denso humo grisáceo brota sutilmente, sin ser notado por el encandilado conductor.
Él grita, maldice, toca la bocina y acelera. Ignora el humo, grita aún más fuerte, la mira a ella, gruñe, acelera…
Y otro auto lo roza, de un momento a otro, el volante se escapa de sus nerviosas manos y la oscuridad domina su vista. Un árbol parecía alzarse en el camino, de la nada, creciendo en segundos, alimentado por la penumbra. Y ése simple objeto finaliza el fúrico transcurso, acaba con el auto.
Mas no con el humo…

Él se desespera, mirando a su alrededor, intentando vislumbrar un mínimo detalle que lo haga sentir seguro de nuevo, orientado. Siente un dolor, un dolor agudo y penetrante, en algún punto de su pierna derecha.
Ella continúa inconciente, aunque él juraría oír su grito en el momento de la colisión.
Un espeso hilo de sangre, goteante y fresca, descendía de la ceja de aquella mujer, resaltando la blancura nívea de su piel.
Y él reflexiona, sí, debe reflexionar. Sabe que el tiempo esta marcado a cuentagotas, que todo acabará, pero aún no puede bajar los brazos, no mientras aun haya un mínimo tiempo, una posible escapatoria.
Él la observa, jadeante y agitado, con el terror del tiempo desvaneciéndose representado en fuertes temblores que recorren su ser.
La falsedad de su relación vuelve a su cabeza, pero esta vez es una diminuta voz en el vacío, casi inexistente. Otro tipo de pensamientos toman mayor importancia; recuerdos, melancolía, romance
En todo romance hay fuego, guerras constantes cuyas bombas dejan en pedazos a los guerreros, volviéndose cenizas.
En todo romance hay desgano, desilusión, perdida de esperanza y entusiasmo; paulatino a conocer los defectos de aquella persona.
Sin embargo, aquellas cenizas se estaban restableciendo, rememorando buenos momentos. Y él lo nota, por fin se da cuenta, que ésa vida, débil e indefensa, no merece ser retirada del mundo, no todavía...
Él se estira, como puede, soltando débiles quejidos por su pierna inerte. El humo no le permite respirar, y el peso de ella se siente mínimo entre sus brazos, pluma, como una frágil muñeca de cristal.
La puerta se abre y ella cae al suelo, con su ayuda. Exterior, libertad…
Él intenta mover su pierna, el humo cada vez es más denso, amenazando el peligro inminente.
Intenta moverse, con todas sus fuerzas, para poder seguir a su amada hacia la seguridad del exterior. Mas sólo recibe dolor, dolor fuerte, atrapado en su coche sin poder ver la luz de la luna, sin tener una segunda oportunidad...
Un fuerte estallido (acabando con aquella macabra cuenta regresiva) se hace oír al instante. Lenguas de fuego rodean el automóvil, oprimiéndolo con fuerza, calor sofocante, y nadie a quién rogar ayuda.
En todo romance, hay un momento donde uno da la vida por el otro.

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Ella despierta, horas después, confundida y mareada, sin distinguir el mundo a su alrededor.
Se extraña al verse recostada placidamente en una camilla blanca, y más aún, cuando unos hombres uniformados (con los rostros visiblemente ennegrecidos y expresiones incómodas, apenadas) le traen un jarrón con cenizas.
Ella grita, indignada, reclama. Asegura que él salió a su lado antes de la explosión. Está segura, ¡Él no ha muerto!
Mas las pruebas parecen irrefutables, y la ligera y casi imperceptible quemadura rosada que tiene a lo largo de su brazo (donde al parecer el brazo de su amante se había apoyado para ayudarla a salir) demuestra su error.
Y no hay nada que hacer, la impotencia se hace presente en su sistema, antes del inevitable luto, de la tristeza y la desesperación, que el abatimiento y la desolación, que cualquier otra cosa...
Sólo puede aferrarse a ese frío jarro grisáceo, donde reposaban los restos de una vida, un alma y miles de latidos de un corazón.
Lágrimas rebeldes resbalan por su rostro, como alguna vez había resbalado la sangre. Pero ya no las siente.
En todo romance, hay un momento donde uno da la vida por el otro… y aquél no era la excepción.
(Gracias a mi hermana Castiel y a Ivi, que sin las dos esto no se publicaba.)

jueves, 31 de diciembre de 2009

Irrealidad.

Luna llena, estrellas desparramadas en el interminable y sombrío firmamento, alumbrándolo con su luz propia. Participando, siendo testigos de los miles y miles de hechos que se forman en la imperfecta Tierra, sin tener noción alguna de la admiración y curiosidad que lograban causar en los corazones de las insignificantes personas, allá abajo.

Sólo eso se ve, el cielo, ámbito nocturno, desde los vidrios empañados en las ventanas de aquél destartalado hospital. Un solo hombre las observa, ausente, ido. Mirando sin mirar. Perdiendo su alma en ése montón de puntos blancos, enredándola entre ellas, abandonándola allí, entre lo alto. Tal vez ahí olvide los dolores vividos en aquél repugnante mundo, tal vez en las profundidades del infinito, más allá de lo que los incrédulos ojos humanos pueden llegar a ver, más lejos de lo conocido.

Ahí no podía existir sufrimiento. Allí encontraría lo que él quería. Paz, armonía, vaciar ese peso muerto de sus hombros, ignorar esa respiración, débil, contada, pulso por pulso, por aquél desesperante pitido metálico. Contando la vida de aquella mujer, cada latido, como si fuera el último, con un ritmo monótono y predecible. Una y otra, y otra, y otra vez...desvaneciéndose lentamente.

Con su piel blanca como la nieve, pálida, el rostro delgado y consumido, mejillas hundidas donde alguna vez había existido un tímido rubor rosado. Sus brazos, tendidos a cada lado de su cuerpo, delineando su silueta con trazos frágiles, como un espejismo, un atisbo, una minúscula parte de la vida que alguna vez hubo en sus expresiones, en sus ágiles movimientos, en sus ojos brillantes, que alguna vez habían mantenido su mirada con entusiasmo, hipnotizándolo, volviéndolo adicto.

Y ahora ahí, camuflándose con la tétrica blancura de las paredes, sábanas y suelo, inclusive. Que resaltaban aun más ante el enorme lienzo negro que él observaba por el cristal. Lo invade la angustia, la melancolía. Si ella se va, se iría la luz del mundo, quedando en tinieblas, abandonado, vacío. Un sitio donde no valía la pena vivir.

Y él encuentra consuelo en las estrellas, extrañamente, porque ellas saben mentir. Ellas pueden asegurarle que todo estará bien. Pueden afirmarle ella abriría los ojos, y le sonreiría, radiante, cegando el sol, derritiendo el mundo. Y lo peor, él lo creería, arrastrándose a sí mismo en esa inconciencia maravillosa e irreal, donde nada había cambiado, donde su amada jamás tuvo un encuentro cercano con la oscura y fría muerte.

Silencio, un largo, extenso, nervioso y desesperante silencio, tan denso que cortaba el aire, que lo volvía sólido, imposible para viajar hasta sus pulmones. Un pitido más, proveniente de aquella máquina, pero esta vez era diferente...Constante, sin pausas, un interminable sonido que lo dejaba con el amargo sabor de la tragedia en su boca, la desilusión, el hecho físico de lo que ya se esperaba, de sus propias y negativas expectativas. Y ella está inmóvil, su pecho ya no asciende y desciende con esa calma débil. No, ya no existe movimiento alguno.

Él cierra los ojos, con fuerza, desesperado, escapando de aquella realidad. Escapando de ese mundo en el que no quería vivir. Ya no había nada, no existían propósitos, aquél mundo había quedado desierto.

Y los paramédicos llegaron, con pasos apresurados y manos nerviosas, controlando el pulso de la mujer, antes de bajar la mirada, con decepción. Pero él ya no está ahí, él observa, analítico, sin sentimientos, cómo ése mínimo punto de ése planeta distante en ésa parte del universo deja de respirar.

Él sólo mira, desde lo alto, lo infinito, lo inimaginable...cómo ése otro punto, esa pequeña persona, cerca del cuerpo muerto se destroza, partiéndose en dos...